El calor del verano comienza a sentirse en Santiago y, aunque prefiero esta estación antes que el invierno, la panza que traigo dificulta que pueda caminar con agilidad por la calle para escapar del sol. El volumen de mi vientre también impide sentarse cómodamente en la silla del computador, donde debería estar escribiendo mi tesis.
Sospecho, eso sí, que el problema de postura es solo un pretexto para no redactar cosas tristes, pues mi trabajo final trata, en parte, sobre cómo se siente estar en el borde del ánimo bipolar. Incluso, en algunos capítulos, tengo que hablar sobre la muerte. Y yo ya no quiero asomar mi cabeza en aquel pozo oscuro. Me siento lejos de ese lugar psíquico. O tal vez estoy aprendiendo a entenderlo de otro modo.
Este sol de finales de noviembre borra con su luz a la tristeza antigua.No dan ganas de recordar aquel pantano de antaño.
Le digo a mi niña que solo escribiré unas pocas líneas -¡qué me importa ahora la evaluación!- sobre ese tiempo doloroso en el que, de todos modos, aprendí a ser la mujer contenta que ella habita con sus movimientos.
Qué lindo es este vivir.
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